Por Santiago Bedoya
Sus encantos me alcanzaron por primera vez en una rumba, en medio de la música, las luces de colores y el alcohol que se me subía a la cabeza. Eso fue hace año y medio. Lya era como una majestuosa flor, de pétalos delicados, un olor fuera de este mundo y una belleza angelical, desde ese momento supe que la quería para mí. El ramo de violetas frescas le da vida al frío cemento de su tumba, flores que así como ella perecerán a la luz de la luna, dejándome a mi suerte en el inhóspito y árido paisaje de mi mente.
Aquel día las luces del hospital me levantaron de golpe. El doctor Jiménez, hablando en esa extraña lengua que solo ellos entienden, dijo muchas cosas ese día, yo solo entendí que un camión me había pasado por encima y me había dejado la cabeza como nueva, sin recuerdo de cómo llegué a parar en su quirófano. Como en una de esas películas de detectives entraron por la puerta dos policías, ella se presentó primero “Laura Marcela Vásquez”, como diciéndote con la mirada que sabe que mientes y que conoce tus pecados más oscuros, él se presentó en voz baja, miraba todo el tiempo a la teniente Vásquez, cual niño inocente buscando aprobación de su madre. Hicieron llover sobre mí incontables preguntas: que si había estado con Lya el viernes, que qué le había pasado, que yo había sido el último en verla. Pero es que yo que iba a saber donde andaba Lya, no sabía ni cuántos días llevaba tirado en la cama. Resulta que todos sabían donde estaba Lya menos yo: en la morgue.
Ahí empecé a recordar. Habíamos ido a una cabaña fuera de la ciudad. Pasamos una noche espectacular, con ella todo lo era, pero más allá de imágenes borrosas aquella velada permanecía como un enigma para mí. Vásquez seguía haciendo preguntas que nunca supe como responder, que al día siguiente volvía, dijo, y se alejó sin despegar su mirada de mí. ¿Quién la podría haber matado? Ella no le hacía mal a nadie.
En eso apareció una cara conocida, aunque poco placentera de ver, Paula Andrea, la mejor amiga de Lya, que todo el tiempo la alejaba de mí. Entró con una sonrisa falsa a preguntar cómo estaba, sin siquiera esperar mi respuesta me dijo que ella le había advertido que esto pasaría, y que tenía razón, según ella todo era mi culpa. Típico. Siempre estuvo celosa de que escogí a Lya y no a ella.
Esa noche no dormí. Una furiosa tormenta azotaba la ciudad, mi oportunidad perfecta para salir a buscar al asesino de Lya. Casi no logro entrar a la cabaña, estaba llena de cintas amarillas de policía y señales de “no pase”. Todavía olía a ella. Me acosté en el piso y cerré los ojos. Era como si pudiera sentir su cuerpo sobre el mío, casi podía verla, y hasta escucharla. Me dijo que me fuera, que ya no me quería ni ver. ¡Maldita! ¿Qué se creía? ¿Que era como cambiarse de blusa? ¿A la basura y ya? ¡Pues no!
La sangre de mis nudillos, esparcida en la pared, se mezclaba con las lágrimas que caían por mis mejillas. Me arrodillé a llorarla, no sé por cuánto tiempo, hasta que recibí una llamada: era mi madre.
-Voy a encontrar al que le hizo esto-le dije-En algún lado de esta cabaña tiene que estar la respuesta.
-Maldita sea Alejandro, ya voy para allá-me dijo antes de colgar.
La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba la cama, de cuyas sábanas blancas salió el rostro de Lya, sonriendo.
-¿Qué seguís haciendo acá? Te dije que no te quería volver a ver-me gritó Lya poniéndose de pie.
-No lo decís enserio, Lya yo te amo-grité con todas mis fuerzas
-No amas a nadie más que a ti mismo, para ti no soy más que un capricho, una obsesión-me dijo con una expresión vacía en su rostro
Corrió hacia la puerta y me empujó hacia un lado para abrirla. La cerré de golpe y la empujé sobre la cama. Me hice encima de ella, sosteniendo su cabeza para que me mirara a los ojos.
-Mírame y dime que no me amas como yo a ti, dime que solo yo siento esto y te dejo en paz
-Solo tú lo sientes, estás obsesionado. Yo no te amo y jamás lo haré-me susurró al oído.
Puse mis manos alrededor de su cuello. No podía dejar que escapara. Ella forcejeaba y se intentaba parar. Empecé a apretar más y más fuerte, hasta que sus intentos de moverse se detuvieron. Ahora era mía, y lo sería para siempre.
Me tiré hacia un lado de la cama, y la luz que entraba por la ventana reveló lo que mi sombra escondía: el rostro de mi madre, su cuerpo sin vida, con marcas color violeta alrededor de su cuello.
Por fin entendí todo. Mi madre murió igual que Lya, a manos de quien escribe esta inútil confesión, una que quizás nadie leerá, cuyo único testigo será el desafortunado lector de tan trágica historia.
FIN
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